La lavanda me remite a tranquilidad, sosiego, tiempo para estar
conmigo misma… todo lo que en los últimos meses no he tenido. Vivo una paradoja
(y sé que no soy la única): trabajo y estudio para ser libre, para no depender
de una mano ajena que me alimente, pero paso mis días frente entre cuatro
paredes, frente a un monitor. No me tomen a mal, no me quejo de tener trabajo,
sino todo lo contrario.
Una de las
actividades que más extraño desde que me convertí en Godínez es cocinar. Sí
cocino, a veces, pero en las noches, cansada y con prisa. Antes pasaba tardes
enteras cocinando con Marluz, platicando, experimentando con sabores y
escuchando música de los Beatles. Pero
no me preocupo: esos días volverán cuando por fin vivamos en nuestra comuna
hippie, orgánica y autosustentable.
Mi ñoñez me dice que la cocina debería ser una actividad
terapéutica, energizante, revolucionaria… una actividad que implique los cinco
sentidos y que nos permita desarrollarlos; una relación comunitaria que se
exprese en la compra de ingredientes locales, la preparación de alimentos en
compañía de otros y su disfrute en colectivo. Si no es así, cocinar para mí pierde todo su sentido.
Cuando mi querida Pola me regaló una planta de lavanda, me
puse a imaginar qué podría hacer con ella. Galletas, una nieve, un pastel… la
verdad es que lo de menos era encontrar qué hacer con esta flor; me emocionaba
sobre todo planear, buscar los ingredientes, cocinar y compartir el resultado.
Comparto depa con una roomie, quien por cierto está de viaje, y no tengo nadie a quien
darle a probar mi experimento (suena en mi inconsciente la voz de mi hermana
que se ríe mientras murmura “Forever Alone”). Vengan a visitarme, vivo cerca.
Ingredientes
2 tazas de leche entera
1 cucharadita de vainilla natural
1 cucharada de flores de lavanda frescas
¾ taza de miel
de abeja
3 yemas de huevo
Una taza de nata líquida
(Ustedes perdonen que no utilice medidas exactas, como
mililitros y esas cosas, pero dejé mi taza medidora en casa de mi mamá e hice
la receta con viles tazas de té)
Preparación
Lo primero que tenemos que hacer es preparar una infusión de
leche con lavanda. Colocamos la leche en una olla pequeña, la calentamos y,
cuando esté a punto de hervir, agregamos las flores de lavanda previamente
lavadas y la vainilla líquida. Es importante no perder de vista la leche, pues
si hierve se separarán las proteínas de la grasa y tendremos como resultado una
mezcla nada agradable a la vista. Dejamos la infusión de lavanda unos 10
minutos y probamos. Si el sabor aún no nos convence, podemos dejar unos minutos
más. Cuando nos guste y nos sepa a lavanda, entonces podemos quitar las flores.
Por otro lado, batimos ligeramente los huevos y añadimos la
miel, revolvemos. Cuando la infusión de leche y lavanda esté fría, añadimos
lentamente a la mezcla de miel y seguimos revolviendo. Colocamos nuevamente en
la olla y calentamos a fuego medio hasta que espesa un poco.
Yo no encontré nata líquida; encontré de la espesa, así que
la metí unos segundos en el microondas. Ya que la mezcla de la olla está a
temperatura ambiente, mezclamos con la nata hasta obtener una pasta homogénea.
Colocamos sobre un refractario y metemos al congelador.
Si son cocineros nocturnos como yo, entonces nos vamos a la
cama, contamos borregos e intentamos dormir. Al día siguiente, sacamos la nieve
del congelador, dejamos unos minutos para que se derrita un poco y batimos.
Volvemos a meter al congelador un par de horas y sacamos unos minutos antes de
servir. Yo la decoré con un par de moras azules.
Como comprobarán si la hacen, esta nieve tiene un sabor muy
sutil, ligeramente perfumado y que no se asemeja a ningún otro. Si se les ocurre
alguna variación, les pido sean tan amables de compartirla conmigo. ¡Larga vida al helado!
Mis amigas bloggers hicieron sus propias creaciones con lavanda: unas cocinaron recetas, otras elaboraron manualidades, otras dieron rienda suelta a su imaginación y escribieron historias... Aquí las pueden visitar:
Salmón a la lavanda, de La Hormiga Cocinera
Cajita con lavanda, de De Colita Gris
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